BREVE SEMBLANZA DEL MONASTERIO DE SAN JUAN BAUTISTA
(VILLALBA DEL ALCOR)
En Andalucía iniciaron su andadura dos conventos
carmelitas femeninos durante el siglo XVII, vinculados ambos directa o
indirectamente a Villalba del Alcor, municipio del Condado de Huelva.
Allí, en un edificio construido sobre el solar de unas antiguas casas de
la Calle Real, fue fundado en 1619 el Monasterio de San Juan Bautista; y
también de allí, de aquel mismo convento, saldrían en 1662 las
religiosas que fundarían el de Cañete la Real, en Málaga.
Los antecedentes de la fundación Villalbera se
remontan, probablemente, a algún momento anterior a 1614. García Jiménez
Franco, presbítero natural de Villalba y beneficiado de la Catedral de
Cuenca (provincia de Quito, en el Perú virreinal), acariciaba, desde
hacía tiempo, la idea de fundar un monasterio de monjas en su pueblo
natal. Mientras el proyecto fraguaba, decidió encomendar el futuro
convento a la Orden del Carmen. Encontró, posiblemente, dos buenas
razones para hacerlo: por un lado, Villalba conocía de cerca la
espiritualidad carmelita desde 1583, año de fundación del convento de
frailes de la villa (hoy lamentablemente desaparecido); por otro, su
propia familia estaba vinculada a la Orden, a través de dos sobrinas
carmelitas: Sor Beatriz de San Juan Bautista Tinoco, a la sazón priora
del convento de Santa Ana de Sevilla, y Catalina Tinoco, novicia en el
mismo cenobio.
García Jiménez invirtió más de 6000 ducados y
cuatro años en la construcción de un edificio apropiado para la nueva
fundación, cuya estructura apenas ha sido modificada desde entonces.
Mediado el año 1618 y casi concluidas las obras, manifestó su intención a
Francisco de Ojeda, provincial de la Orden del Carmen en Andalucía, que
aceptó de buen grado la encomienda del nuevo monasterio y otorgó
licencia de fundación el 14 de septiembre. Transcurridos dos meses, el
21 de diciembre se formalizaba la escritura de fundación en la sala
capitular del Convento del Carmen en Sevilla. Y tras la obligada visita
de inspección, don Pedro de Castro y Quiñones, arzobispo de Sevilla,
concedía la correspondiente licencia canónica el 10 de enero del año
siguiente. Un mes más tarde, el 11 de enero de 1619 y tras la entusiasta
recepción que les brindó el pueblo de Villalba, un pequeño grupo de
religiosas –cuatro profesas y una novicia- procedentes de Santa Ana
durmió por primera vez en el nuevo monasterio.
En la escritura de fundación, García Jiménez
Franco otorgaba a favor del convento una renta perpetua de 500 ducados
en tributos y censos sobre unas cuarenta explotaciones agrarias del
Condado. Como contrapartida y según la costumbre del momento, el
fundador impuso varias condiciones, entre ellas la obligación de aceptar
como priora, durante el primer trienio, a su sobrina, sor Beatriz de
San Juan Bautista, impulsora de la fundación en gran medida. Además,
García Jiménez se designaba a sí mismo como patrón perpetuo del
monasterio y asociaba a sus familiares al futuro patronazgo. De ese
modo, quedaron vinculadas al convento las familias Tinoco, Suárez de
Encalada y, muy especialmente, una de las ramas del prolífico linaje
Ponce de León, que junto a los Zambrano, con quien pronto emparentarían,
ejercieron el patronazgo durante siglos. Como patrones, gozarían de
varios privilegios: reserva de enterramiento en la Iglesia conventual,
nombramiento del mayordomo o administrador y, sobre todo, potestad para
designar “parientas” que, sin la obligada dote, ingresaran como novicias
en el monasterio. Merced a esta prerrogativa, numerosas religiosas
descendientes de las citadas familias desfilaron por los claustros de
Villalba durante los siglos XVII y XVIII, desempeñando con frecuencia
algún cargo de responsabilidad y ocupando en ocasiones la sede prioral.
En las escrituras de fundación, el cenobio
villalbero se consagraba como monasterio de carmelitas recoletas
calzadas con estatutos propios, pero sometiéndose también a la regla
mitigada y a las constituciones vigentes, concretamente a las
promulgadas en 1595 por Juan Esteban Chizzola, Vicario General de la
Orden del Carmen en los años finales del siglo XVI, y que tuvieron como
horizonte la reinstauración de los principios genuinos de la vida
religiosa.
Desde un principio, el nuevo cenobio aceptó, como
seña distintiva del espíritu reformador que inspiró su fundación, la
vida común de las religiosas -es decir, la ausencia de propiedad privada
y el uso compartido de todos los bienes-, consagrándola como norma
inexcusable en sus propios estatutos. El impulso renovador y el espíritu
de autenticidad que acompañaron la fundación desde sus orígenes
proporcionaron al convento villalbero un considerable prestigio,
ejerciendo un notable poder de convocatoria que se tradujo en una
creciente afluencia de novicias. Por ello, pese a que los estatutos de
fundación limitaban el número de religiosas profesas de vida
contemplativa a 22, dicha cifra fue rápidamente superada, alcanzando en
1662, antes de la fundación del convento de Cañete la Real por un grupo
de monjas de Villalba, un número cercano a los 40. La procedencia de las
religiosas revela además la considerable amplitud del radio de
influencia del monasterio villalbero durante los dos primeros siglos de
su existencia, radio que, traspasando los límites del Condado, alcanzó
–y en numerosas ocasiones, rebasó- los de la Archidiócesis Hispalense.
El renombre y reputación alcanzados por el convento de Villalba puede
además deducirse del análisis de la extracción social de las novicias,
procedentes en buena parte de familias acomodadas, propietarias de
tierras o vinculadas al ejercicio del poder municipal, o incluso de la
nobleza urbana andaluza.
Un buen ejemplo de la excelencia de los
linajes vinculados al convento villalbero nos lo ofrece sor Margarita de
la Cruz Ponce de León y Esquivel. Natural de Antequera, era
descendiente de familia ilustre rondeña, hija de José Ponce de León y
Sebastiana de Esquivel. Ingresó en el convento en 1713. Y a principios
de 1715, pese a su rango social y como acto de humildad, eligió profesar
como hermana de obediencia (“de velo blanco”). Sin embargo y
afortunadamente, el tiempo ha conservado un magnífico ejemplo de su
refinada educación, inherente a su estatus familiar. Sor Margarita
iniciaba en 1747 un manuscrito que recopilaba la información existente
sobre la vida de religiosas ejemplares que habían habitado el convento
de Villalba. El resultado constituye para el historiador un valioso
documento, cuyas páginas destilan una profunda vocación y una vasta
cultura, con más de 50 biografías que reconstruyen en buena medida la
historia primigenia del convento y de sus protagonistas, y que ofrece al
mismo tiempo numerosos testimonios de la vida de intramuros, de las
costumbres y de la mentalidad de la época.
La nutrida afluencia de novicias al convento
villalbero durante el Antiguo Régimen generó importantes ingresos en
concepto de dote que se invertían en la adquisición de propiedades
agrarias y de censos o tributos anuales que gravaban tierras de
particulares. Como resultado del proceso, en algo más de un siglo, el
convento logró aglutinar un considerable patrimonio inmobiliario
–olivares, viñedos y tierra de cereal, fundamentalmente, amén de algunas
casas, molinos y huertas- y tributos distribuidos entre el término de
Villalba y el de los pueblos limítrofes, si bien la mayoría de ellas
eran de pequeña extensión.
Pero no sólo hubo esplendor –espiritual y
económico- durante el Antiguo Régimen. Pese a la aparente holgura
financiera, la documentación conservada permite inducir la existencia de
numerosos momentos difíciles, como los años centrales del siglo XVII,
los principios del siglo XVIII o los años siguientes al gran terremoto
de Lisboa de 1755, cuyos estragos abocaron a la comunidad a acometer con
urgencia importantes obras de consolidación y restauración. Además, los
momentos de crisis abocaron a las religiosas villalberas a situaciones
de precariedad durante las que, con frecuencia, se tambalearon los
principios de la vida común que habían inspirado la fundación del
cenobio. Desde esa perspectiva, la historia del convento de Villalba es
la historia de una fluctuación, más o menos constante, en el grado de
aplicación de la vida común. Numerosos testimonios documentales apuntan a
las frecuentes “implantaciones” (reimplantaciones para ser exactos) de
ese modo de vida que ya consagraban los primeros estatutos y cuyo nivel
de exigencia dependió, en buena medida, del impulso personal que
quisiera imprimir la priora del momento, como en los casos de sor María
de la Cruz Espinosa, en el siglo XVII, o sor María Magdalena de Pazzis
Domonte, en el XVIII.
El siglo XIX se inauguró con la invasión
napoleónica. Villalba fue paso obligado del ejército francés que,
procedente de Portugal, había penetrado en España a través de la sierra
de Huelva. Como consecuencia, los frailes carmelitas de Villalba se
vieron obligados a huir y el convento quedó desierto y a disposición de
los franceses. El de monjas fue también ocupado por las tropas
invasoras; los soldados se acuartelaron en la planta baja, haciendo y
deshaciendo a su gusto y dejando la planta superior a las religiosas, a
las que, afortunadamente, no molestaron. Sí impusieron, desde luego, una
contribución económica extraordinaria que las monjas hubieron de
satisfacer por encima de sus posibilidades, lo que hipotecaría en buen
medida la solvencia financiera de años posteriores. Por extensión, las
dificultades inherentes a la Guerra de la Independencia frenaron también
la entrada de novicias en clausura, con la consiguiente disminución de
ingresos por dotes.
Las circunstancias no mejoraron demasiado tras la
contienda. La confluencia de una legislación de creciente agresividad
anticlerical promovida por los gobiernos liberales decimonónicos y el
descenso generalizado de los precios agrarios durante el primer tercio
del siglo XIX provocaron una crisis de envergadura en las órdenes
religiosas, que llegó al paroxismo con la desamortización de Mendizábal.
Y las monjas de Villalba no escaparon, por supuesto, a los
acontecimientos. Durante los años veinte y treinta, el convento atravesó
quizás el peor momento antes de la desamortización. Entre 1816 y 1825
no ingresó ninguna novicia y desde entonces hasta 1837 lo hicieron tan
sólo 4, a un ritmo muy inferior al de los siglos anteriores. Por otra
parte, las reiteradas peticiones a los superiores de licencias de
enajenación de propiedades y la insistente demanda de auxilio ante las
autoridades para cobrar las rentas impagadas, nos transmiten la imagen
de una precaria situación en el primer tercio del siglo XIX. Pero lo
peor estaba por llegar. La legislación de Mendizábal de 1835 y 1836
disponía la desamortización de todos los bienes del clero regular y
suprimía, además de los cenobios masculinos, los conventos femeninos con
menos de 20 religiosas profesas. El de Villalba evitó su desaparición a
duras penas: tenía entonces 22 monjas. Pero, eso sí, perdió para
siempre y por completo el patrimonio inmobiliario y las rentas que
generaba, es decir, su medio de subsistencia. En el momento de la
expropiación, el convento villalbero tenía 80 propiedades, la mayoría de
ellas en Villalba; explotaba de modo directo casi todo el olivar y las
viñas y obtenía anualmente por el arrendamiento del resto unos 5000
reales. Además, el convento cobraba unos 6800 reales anuales en concepto
de censos y tributos, un tercio de los cuales procedía de tierras
villalberas y el resto, fundamentalmente, de la Palma, Manzanilla,
Bollullos y Villarasa.
Tras los procesos desamortizadores de la primera
mitad del siglo XIX, la vida del convento villalbero se envuelve en un
manto de oscuridad, entretejido por la escasez de fuentes documentales,
que ofrece pocos resquicios para el escrutinio del historiador. De
repente, la historia conventual -y sus testimonios escritos- parece
haberse evaporado. De la noche a la mañana, las monjas de Villalba, como
tantas otras de la España decimonónica, se vieron a sí mismas
desposeídas de sus principales fuentes de ingreso y enfrentadas a una
crisis económica de colosales proporciones que obligaba a subordinar
cualquier actividad a la lucha por la supervivencia; los libros de
ingresos y gastos, los protocolos y títulos de propiedad, las relaciones
de censos y rentas, los propios asientos contables se interrumpieron y
la información económica, en suma, se desvaneció. Por otra parte,
definitivamente exclaustrada la comunidad de frailes y clausurado el
convento masculino en 1835, las religiosas de Villalba hubieron de
incardinarse, también de manera definitiva (en realidad, tuvieron que
hacerlo ya en 1820, durante el Trienio Liberal), en la Archidiócesis
Hispalense. Como testimonio de las consecuencias que, sobre la rutina de
la vida conventual, habría de acarrear el sometimiento a la
jurisdicción del Ordinario, cabe destacar la notable disminución de la
frecuencia con que se realizaron, desde entonces y en comparación con
los siglos anteriores, las visitas canónicas de inspección al monasterio
villalbero.
La nueva y dura realidad se reflejó también en
otros aspectos de la vida de intramuros. En parte por la repercusión
económica de la legislación desamortizadora, y en parte, también, por
las restricciones legales que aquélla imponía, el convento dejó de
recibir novicias durante 20 años. Por fortuna, a partir de la segunda
mitad del siglo, el ritmo demográfico volvió a incrementarse, si bien
nunca alcanzaría las cotas de siglos anteriores. La precariedad
económica alteró también la convivencia claustral y el ejercicio de la
vida común. Pero, transcurridos los primeros años de desconcierto, la
comunidad redobló sus esfuerzos en pro de la aplicación de una de sus
señas de identidad estatutarias; y así, en 1854, bajo el impulso de la
priora sor Inés de San Rafael Bueno Díaz y del carmelita Francisco de
Bayas, la vida común fue restablecida como principio de convivencia.
Un mal presagio, como anuncio de los terribles
momentos de los años 30, inauguró el nuevo siglo: la caída de un rayo en
el templo en 1906 ocasionó heridas graves a tres religiosas. Pero
también parecía anunciar el cuidado de la Providencia para las crisis
venideras. Las religiosas se recuperaron y la vida continuó. Y en 1919
la comunidad pudo celebrar solemnemente el tercer centenario de la
fundación, con presencia de todas las autoridades y haciéndose acreedora
de la generosidad de los villalberos que, con motivo de la efeméride,
organizaron una suscripción popular para financiar obras de restauración
en los coros del templo.
La proclamación de la República el 14 de abril de
1931, los disturbios anticlericales subsiguientes y el incendio de
iglesias y conventos entre el 11 y el 13 de mayo, especialmente
virulento en Andalucía, sobresaltaron a la comunidad. Las religiosas,
ante los rumores crecientes de agresión, decidieron ocultar los
ornamentos sagrados y las principales imágenes y se prepararon para lo
peor. Pero, como ocurriera en muchos otros pueblos de la Archidiócesis,
la intervención de los vecinos en la noche del 12 de marzo, escopeta en
mano y organizados en turnos de vigilancia, disuadió probablemente a los
incendiarios. El convento salió indemne. Pero, lamentablemente, no
ocurrió lo mismo al estallar la Guerra Civil en 1936. El 19 de julio las
monjas fueron obligadas a desalojar el monasterio y se hospedaron en
casas de parientes y amigos. Tres días después la turba lo arrasó,
destruyendo la mayor parte del patrimonio histórico-artístico. Ardieron,
en dos hogueras ubicadas en un claustro y en la huerta respectivamente,
varios retablos, más de 40 imágenes, libros de coro del siglo XVII,
decenas de ornamentos sagrados –entre ellos, los de la Hermandad del
Carmen-, todo el ajuar de sacristía, muebles, toneles, tinajas e incluso
los enseres de cocina.
Tras el bombardeo y toma de Villalba por las
fuerzas nacionales y después de conseguir algún dinero (2256 ptas)
mediante una cuestación por las casas de Villalba y de los pueblos
vecinos, las monjas iniciaron las obras de restauración para devolver al
convento cierto grado de habitabilidad. El 14 de octubre volvían a la
clausura. Se iniciaba entonces una etapa difícil, de reconstrucción y
subsistencia durante el resto de la guerra y la terrible posguerra. A
los apuros económicos se unió el descenso imparable del número de
religiosas. Ante la precaria situación de 1953, el Cardenal Pedro Segura
optó por reforzar la comunidad con 5 nuevas religiosas del convento de
Santa Ana, que se incorporaron al de Villalba el 9 de abril. Fue quizás
la última intervención del Arzobispo de Sevilla. Poco después, en 1955,
el monasterio villalbero se incardinaba en la diócesis onubense, recién
creada. A partir de entonces, el incremento en el número de visitas
canónicas supuso un estímulo para la renovación interna; ello, unido a
una cierta intensificación del ritmo de ingreso de novicias durante los
años 50 y 60, devolvió al convento villalbero su secular dinamismo y su
espíritu emprendedor. De hecho, si en 1953 Villalba tuvo que recibir a
las monjas de Santa Ana, en los años siguientes ocurrió el fenómeno
inverso. Numerosas religiosas salieron del convento villalbero para
realizar nuevas fundaciones (en Kenia, en 1955 y Gran Canaria, en 1970
ó, más recientemente, en Santo Domingo, en 1982) o para reforzar
comunidades ya existentes (Cañete, Huesca, Valls, Zaragoza...)
Recientemente, el convento villalbero ha sido uno de los impulsores de
la federación carmelita femenina en Andalucía, constituida formalmente
en 1981 tras la primera asamblea, celebrada precisamente en Villalba, y
en la que fue elegida presidenta la entonces priora Sor María de las
Mercedes Martín.
-Pedro J. Godoy Domínguez-